“Cuando llegará, Señor, el día
en que vengas a nosotros para reconocer tus errores ante los hombres”
El Evangelio según
Jesucristo. José
Saramago
En medio del vacío de la
silla de Pedro, de noticias sobre quien la ocupará y de artículos y comentarios
sobre los rasgos de los aspirantes al solio vaticano, no puedo evitar mis propias reflexiones sobre
el asunto. Son las reflexiones de un profano. Y producto de ellas me asalta un
problema teológico que no consigo resolver. Lo expongo a continuación.
En breves días habrá nuevo
Papa. No importa para este caso quien pueda ser el elegido, ni que nombre
tomará para ejercer su pontificado. Desde el momento en que el anillo del
Pescador adorne su mano derecha estará investido del primer atributo papal, la
infalibilidad. Es un dogma que la doctrina católica atribuye en exclusiva al Vicario
de Cristo desde tiempos remotos, pero que fue definido con claridad en el
Concilio Vaticano I y plasmado en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus el
18 de julio de 1870. “…enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado que
el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando ejerciendo su cargo
de pastor y doctor de todos los cristianos, en virtud de su Suprema Autoridad
Apostólica, define una doctrina de Fe o Costumbres y enseña que debe ser
sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue
prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino
Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de Fe y
Costumbres. Por lo mismo, las definiciones del Obispo de Roma son irreformables
por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia”.
Pensemos en que al poco
tiempo de asumir la vacante dejada por Benedicto XVI, al nuevo Papa le acomete
una crisis de fe. No es algo totalmente descartable. Además de Papa con todos
sus atributos es un ser humano. Son muchas las personas que han vivido esta
experiencia. Entre los laicos, pero también entre los sacerdotes. Muchos han
abandonado la vida eclesiástica, por falta de vocación, pero otros también lo
han hecho por pérdida de la fe. Millones de personas fueron educadas en la fe y
la han abandonado con el paso del tiempo. Esta pérdida puede ser una relajación,
un desinterés por el sentimiento religioso, por las creencias trascendentes.
Pero puede ser otra cosa. La convicción, equivocada o no, de la inexistencia de
un Ser Supremo. En este caso no se trata de una relajación en la fe. Es algo
activo y consistente.
Es a esto último a lo que me
refiero, que el Papa llegase, como otros seres humanos, a esa convicción. Su
papel de maestro espiritual no le podría dejar indiferente. Si la creencia
profunda en el Creador de todas las cosas le obliga a transmitir el mensaje de
su fe. La convicción igual de profunda en la inexistencia de Dios, podría
llevarle también a dar testimonio de esa
buena o mala nueva.
No sería el primero en
querer compartir el mensaje de que Dios no existe, pero ninguno hasta ahora,
que sepamos, lo ha hecho investido por el dogma de la infalibilidad.
Llevado por la inmensa
responsabilidad que ha asumido ante los seres humanos en el plano de las
creencias, el Papa podría verse impelido “ejerciendo su cargo de pastor y
doctor de todos los cristianos”, a proclamar, “ex cathedra”, que Dios no
existe. Si en el fondo de su ser esa fuese
su creencia, la infalibilidad convertiría en su caso la creencia en certeza
indudable y lo más honesto posiblemente sería revelarla.
Esta es la contradicción
teológica que me planteo. Con su
atributo incuestionable de infalibilidad recibido desde su fe en Dios, el Papa
podría proclamar, como infalible, la no existencia de Dios.
Se daría la tremenda
paradoja de que, a través de la doctrina católica, se habría acabado con la
creencia que más ha obsesionado al ser
humano desde tiempos ancestrales. En ese caso sólo un milagro podría evitarlo.
Bueno, Emilio, Unamuno se planteó este mismo argumento con menos ambición que tú, porque su protagonista no era un Sumo Pontífice, sino un humilde y entrañable cura que llega a la aterradora conclusión de que "no hay nadie al otro lado"; es el personaje de "San Manuel Bueno, mártir", que decide vivir con su torturante secreto para no escandalizar al rebaño... Tal vez el Pastor Aeternus hiciera lo mismo, aunque el antecesor de Benedicto no tuvo pelos en la lengua para declarar que el infierno no existe (y eso que ya había visitado España).
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