El principio de que los derechos
laborales y salariales son limitaciones con que debe contar la empresa a
costa de su rentabilidad se está quebrando. Desactivar a los sindicatos es
condición necesaria para rematar la faena.
Le
dio autoridad el hecho de que podía explicar muchas de las injusticias sociales
y aparente crueldad como un incidente inevitable en la marcha del progreso. J.M. Keynes.
Debía ser en 1989 o ya en
1990. Tuve la oportunidad de escuchar las opiniones de un profesor de economía
polaco. No recuerdo su nombre. Había venido a Madrid a participar en unas
jornadas organizadas por la UNED. En Polonia acababa de caer el régimen
comunista, merced al levantamiento del sindicato Solidaridad, liderado por Lech
Wallesa. Se había establecido un régimen de libertades y el citado profesor era
una figura emergente en ese nuevo tiempo. Preguntado por el papel de los
sindicatos, el profesor aseguró que su actividad era negativa. Habían vuelto
las libertades civiles, pero también las libertades económicas. Y aducía que
los sindicatos impedían el libre
mercado, al condicionar con su acción la retribución de los asalariados, que,
en su opinión, debía fijar sólo el mercado, como en el resto de las cosas.
Se daba la sorprendente
contradicción de que el agente que había conseguido las libertades, un
sindicato, que había hecho posible la actuación pública del citado profesor,
era un obstáculo para el libre mercado. Pero el desagradecido economista tenía
razón. Los sindicatos son un obstáculo al libre mercado. Este, en su
funcionamiento pleno, debería permitir que el empresario pagase al asalariado
la menor cantidad de dinero posible para conseguir así el máximo beneficio
posible, y poder contratar en cada momento a los asalariados que, pudiendo
hacer el mismo trabajo, estén dispuestos a trabajar más tiempo por menos
dinero.
Lo arriba citado, que sería
lo normal en una economía de libre mercado, no sucede afortunadamente en España
para los casi 14 millones de asalariados, el 82 por ciento de los que trabajan
en nuestro país. Tampoco en otros países, al menos en los desarrollados. La
causa de que no ocurra no está en una mejora del libre mercado. Es un contrasentido
afirmar que mejora la rentabilidad de la
empresa el que esta no busque en cada momento el menor coste de su mano de
obra.
No ha sido así en España, ni
en los otros países del mundo desarrollado, por la acción histórica de los sindicatos. Estos realizaron desde el
último tercio del siglo XIX hasta la
segunda mitad del XX una intensa presión social para conseguir leyes que
protegían a los asalariados de los efectos racionales del mundo empresarial, cuyo
objetivo es producir al mínimo coste. Y coste no es sólo el salario en
dinero. También lo es la limitación de la jornada laboral, la estabilidad
obligatoria del trabajador en la empresa, cuando esta podría prescindir de
muchos de ellos en numerosos momentos, o el aseguramiento del asalariado en la
Seguridad Social para garantizarle un sustento cuando se jubile.
Y no sólo eso. Los
sindicatos también consiguieron el instrumento básico para asegurar salarios y
condiciones de trabajo más allá de las estrictamente deseables para la
rentabilidad de una empresa. Se llama negociación colectiva. Es la forma de
lograr que todos y no sólo algunos disfruten de esas garantías. En ese caso, la acción de los sindicatos no es sólo un
logro histórico, sino que es algo permanente, porque los salarios varían con el
paso del tiempo, y la organización interna de la empresa también.
Tenía razón el ortodoxo
profesor neoliberal polaco. La intromisión de los sindicatos impide el
verdadero funcionamiento del libre mercado, y por consiguiente dificulta a la
empresa obtener los máximos rendimientos, al tener que acometer esos
sobrecostes que el libre mercado no tenía por qué imponerle. Parecerá que esas
“obligaciones” y limitaciones que se le imponen a la empresa son consustanciales
con las relaciones humanas. Pero no es así. Los empresarios hace 150 años no
tenían esas limitaciones y eran personas emprendedoras, amantes de la
innovación que traía la industria. La contrapartida eran las pésimas condiciones
laborales que padecía el trabajador, o lo que es casi lo mismo, la gran mayoría
de la población, merced al libre mercado.
Esa
ha sido la razón de ser de los sindicatos. Su instrumento es la presión
conjunta del colectivo de asalariados para conseguir mejores condiciones que
las estrictamente determinadas por la obtención de los máximos rendimientos
empresariales.
El resultado obtenido fue
que el sistema productivo debía actuar con unas limitaciones: contratos que
garantizaran la estabilidad laboral del asalariado, horas máximas y mínimas
para que el empleado pudiera obtener un salario digno, aportación empresarial
al seguro social por si el trabajador queda sin empleo o se jubila. Y por
supuesto una retribución aceptada por el conjunto de los asalariados.
El
logro fue enorme. Se trataba de que la empresa debía adecuar su rentabilidad a
estas limitaciones, en lugar de que los asalariados hubieran de amoldar sus
condicionales laborales, y por tanto sus condiciones de vida, a la rentabilidad
de la empresa. Todo, la competitividad, el crecimiento, la
maximización del beneficio estaba condicionado por este principio. Eso es lo que hacía posible una existencia
digna para la mayoría.
Pero había contrapartidas positivas para el mundo empresarial: un aumento de
los salarios del conjunto de los trabajadores aumentaba en igual proporción su
capacidad como consumidores de los bienes que producen las empresas. Hizo posible también una aceptación sin
sobresaltos del sistema económico vigente, contestado en muchos momentos con
revoluciones o levantamientos populares. Fue
la llamada paz social.
Ahora las cosas están
cambiando. En el mundo desarrollado las condiciones de vida son mucho mejores
que antes, pero el principio de que los
derechos laborales y salariales son condicionantes con que debe contar la
empresa a costa de su rentabilidad se está quebrando. No es la primera vez que
ocurre. Sucedió en el Reino Unido con la llegada al poder de Margaret Thatcher
y en Estados Unidos con Ronald Reagan. Para conseguirlo no sólo les bastó con
ganar las elecciones. Fue preciso otra cosa: eliminar la influencia de los
sindicatos sobre los asalariados. Esto es condición necesaria para volver al
principio que defendía el profesor polaco.
Los sindicatos no son ni más
ni menos virtuosos que los demás. No son un engranaje del sistema político. Son
el instrumento para que los asalariados, es decir, la inmensa mayoría de la
población, puedan gozar de derechos laborales y garantizarse salarios
adecuados. Desactivarlos es la única
forma de conseguir eso que defendía el profesor polaco: que rija en toda su
plenitud el libre mercado.
Un artículo muy inteligente, muy claro y que deja a cada cual en el lugar que le corresponde. Espléndido, como siempre, Emilio. Es posible que tengamos quejas contra los sindicatos, algunas muy justas, pero no ha habido en la historia un solo avance social que la clase trabajadora no deba a los sindicatos.
ResponderEliminarEmilio, no sé si has hecho bien en olvidar el nombre del desagradecido profesor polaco; debe de ser la ingratitud la marca del país. No hay más que ver cómo se portaron en la II Guerra Mundial con sus convecinos judíos. ¡Qué bien les vinieron los nazis para echarles la culpa de todo!
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